La (im)popularidad de la religión

Hace ya mucho tiempo que se viene anunciando el fin de la religión, sin embargo lo religioso sigue formando parte de la vida cotidiana y de la realidad social.

Llevamos doscientos años escuchando la inmediata desaparición de la religión como consecuencia de la elevación del nivel educativo y la expansión de la ciencia; pero, mira por dónde, nos encontramos con ella en el centro de la preocupación política. Dábamos por hecho que su influencia era marginal y se precipitaría a la desaparición, pero ahí está, haciéndose problema insomne y encapsulado, molestando el desarrollo normal de lo más intocable de nuestro mundo: el fútbol. En medio de nuestras sociedades, tan ufanas por conseguir la paulatina reducción de las expresiones religiosas al rincón de la sacristía, símbolo lingüístico de la interioridad institucional y personal. Cuando nos habíamos acostumbrado al ecumenismo cristiano en esta Europa secularizada, llegan los refugiados, huidos de la miseria y de sus políticos, a traernos problemas, cuestiones, e interrogantes que, desde las tensiones callejeras, nos llevan a debates teológicos sobre la conveniencia o no de una libertad religiosa que nos conduce a la ruptura de nuestra uniformidad y al reconocimiento, en propia casa, de los derechos religiosos de los recién llegados.


La formación religiosa en una sociedad homogénea es ínfima, bien lo sabemos en nuestro país, por la falta de interlocutores que susciten nuestra inquietud interior. La incultura religiosa es causa de desconocimiento sobre los resortes profundos que la religión tiene en las convicciones, los sentimientos y el comportamiento de las personas y de los pueblos en forma de esperanza, de ánimo, solidaridad y compasión, en su capacidad para aportar identidad comunitaria e impregnar de sentido tanto el mundo como la historia y la propia vida. La ignorancia religiosa puede intentar barrer, con mucha superficialidad, todo el patrimonio identitario y moral de una sociedad. Ejemplos recientes tenemos en la historia europea y española, cuando en los responsables políticos prevalece una idea negativa que generalizan a toda la religión, como si fuera un fenómeno sencillo y manejable, que algunos comprueban, bien pronto, lo difícil que resulta de controlar.


Muchos políticos juegan al populismo de las fiestas tradicionales pero no pueden esconder su rechazo interior a esta dimensión humana. Los portavoces culturales, sin saber de qué hablan, se presentan, por supuesto, como ajenos al oscurantismo religioso. Algunos científicos predican las verdades de fe de sus creencias negativas por no haberse asomado nunca al balcón de la ‘meta-física’ diaria. Como si el ser humano pudiera vivir sin esa dimensión, tan suya, que es la trascendencia de lo meramente material. Como si el ser humano pudiera quedar anclado en su presente y dejar de querer ir más allá de sí mismo.


Hemos cambiado mucho. Y debemos seguir cambiando. Pero el cambio positivo solo será posible desde un conocimiento serio de todos en sus convicciones y actitudes. Las religiones necesitan un paseo serio por la Ilustración, es verdad. Lo están haciendo, aunque no siempre se vea su esfuerzo. Necesitan, también, tomar distancia del poder, que corrompe. Pero nuestra cultura necesita un buen paseo por la teología, la fenomenología y la sicología de la religión, para conocer, con un mínimo de seriedad, lo que son y de qué hablan las religiones. Ellas se expresan, generalmente, con un lenguaje simbólico, al que no estamos acostumbrados, porque la grandeza y profundidad de lo que viven trasciende el lenguaje diario. Pero ese lenguaje es tan rico que, como la nieve al penetrar en las corrientes interiores, alimenta las fuentes de donde manan el arte, la poesía, la solidaridad, la esperanza. Lo mejor que se puede hacer es dejarlas en libertad y no querer manipularlas al servicio de intereses ajenos a ellas. Ignorarlas es incapacitarse para el disfrute de la belleza misteriosa que anida en ellas.

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