"El niño es capaz de mirar al dolor con fantasía"

Martín Abrisketa
Escritor

"El niño es capaz de mirar al dolor con fantasía"
"El niño es capaz de mirar al dolor con fantasía"

-La mirada de un niño, ¿dulcifica todo lo que ve?

-La mirada de un niño siempre es dulce. El niño es capaz de mirar al dolor como nadie lo hacemos, con fantasía. Y de autoengañarse.
-Y usted ¿la mantiene o tiene ya la vista cansada?

-Lo intento. Con mi novela, procuré rescatar las gafas antibombas que inventó mi padre durante la Guerra Civil. Las fabricó con tapas de envases de betún, a las que hizo unos agujeritos, y a través de ellas miró sin sufrir. Mi intención era mirar como él.
-Y la mirada sobre un padre, ¿cambia con los años o es inalterable?

-Cambia a diario. Y con la edad. Cuando se hace mayor y tú te haces adulto. Creces. Todo crece. Y ahora estoy más que nunca con él.
-Titula ‘La lengua de los secretos’. ¿Por qué ha decidido desvelarlos?

-Por necesidad. Quería crecer, precisamente. Mi padre fue Peter Pan, un niño perdido durante la Guerra Civil. Él no sufría, vivió la guerra como si fuera de mentira.
-El hijo de Peter Pan, ¿también tiene miedo de hacerse mayor?

-Es un miedo que tenemos todos. Porque hacerse mayor es morir poco a poco. También dan miedo las responsabilidades. Se vive mejor siendo un niño.
-Y ¿cuál es la lengua de los secretos? ¿La gestual?

-La escritura. Es el canal que he utilizado para comunicarme con mi padre. Y a través de la novela cuento su vida y descubro cómo decirle que le quiero, que siempre ha sido mi héroe. Y que nos habíamos desencontrado, quizá porque somos iguales.
-¿Qué fue más duro en el proceso: descubrir las historias de la Guerra Civil o las familiares?

-Describir las de la guerra fue muy duro, me tuve que meter en la cabeza de un niño para narrarlas. Esta no es una historia sobre la Guerra Civil, sino la mirada mágica de un niño sobre la contienda. Destapar las historias familiares era necesario para mí.
-¿Se puede recordar un episodio tan dramático sin dolor?

-Mi padre lo vivió así, se autoengañó. Ya de mayor, se da cuenta de que la guerra era de verdad. Y es cuando sufre. Por ejemplo, cuando ve en la televisión a niños refugiados y se ve a sí mismo cuando acabó en Francia. Él nunca supo que era un niño refugiado. Lo vivió como una aventura.
-Le habrán dicho que la historia tiene un aire a ‘La vida es bella’...

-Sí, pero es real. ‘La vida es bella’ nos planteaba un juego en el que nos creíamos que los campos de concentración podían ser un hogar fantástico para un niño. A mí me encantó, pero pensé que Benigni podía haber contado la historia de mi padre y sus tres hermanos.
-Usted solía contar las cosas con el lenguaje audiovisual. ¿Qué le ha dado el textual?

-¡Quebraderos de cabeza! Pero hoy, viendo la identificación que ha producido en niños de la guerra, en padres e hijos que un día se vieron separados, me resulta difícil pensar que eso hubiera podido pasar con imágenes. Una imagen vale más que mil palabras, pero mil palabras dicen mucho más que una imagen. Tienen infinidad de matices que no te da una imagen.
-Cuando terminó de escribir, ¿sintió cansancio, pudor o felicidad?

-Sentí que había hecho lo que debía. Me quedé en paz conmigo mismo y con mi padre. Él y su hermana Matilde, los dos niños que quedan vivos de aquella aventura, me ayudaron capítulo a capítulo. De ahí la ansiedad: mi padre es muy mayor, está enfermo, y se me podía ir mañana. Ahora tiene su historia escrita para siempre.
-Escribe con pseudónimo, pero ¿tiene ‘Ocho apellidos vascos’?

-No, tengo ocho apellidos del mundo, que igual es más bonito. Pero Abrisketa es uno de mis apellidos... Esta historia trasciende con mucho al País Vasco. Ocurrió allí, pero puede ocurrir y lamentablemente ocurrirá en cualquier país del mundo donde haya guerras. Y siempre las habrá.
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