Samanta Schweblin retrata a personajes acorralados que querrían vivir otra vida
La escritora argentina ganó el Premio Ribera del Duero de narrativa breve con Siete casas vacías (Páginas de Espuma), una mirada inquietante sobre la locura, la anomalía y el sueño.
Hace cuatro años, esta mujer nómada trabajaba en este volumen en Buenos Aires, rodeada de cajas donde embaló sus cosas. Y lo hacía con su "especial cabeza de cuentista". Dice: "Ves el libro, lo lees, y te das cuenta de que cada cuento está escrito de forma distinta, ves la búsqueda, la complejidad, la exigencia de una voz, y, sin embargo, una novela suele tener más bien un único tono".
Va más allá y precisa: "Yo a un cuento le pido que tenga inminencia, energía o tensión, velocidad e impacto o desenlace. ¿Velocidad? La velocidad no es el ritmo ni la aceleración de la acción. La velocidad tiene que ver con el poder de la frase en la mente del lector: habla de las preguntas qué le propone, de los mundos que le sugiere, de un clima de inquietud, del misterio. Eso es algo que me preocupa especialmente. Escribo con la intuición y con la consciencia".
Antes de partir a Berlín, donde lleva tres años trabajando e impartiendo talleres literarios, Samanta Schweblin completó este volumen de seis relatos breves y uno más extenso, casi una novela, La respiración cavernaria, que es una pieza sobre la vejez, el mal del Alzheimer y el deseo de "abandonar ese espanto: no hay nada más doloroso que no saber quién eres, no reconocer a los tuyos, perder la memoria. Aquí hablo de la lentitud sin esperanza, del hastío. La asistenta del personaje central le va dejando notas para que no se olvide de quién", señala Samanta y confiesa que el libro tiene poco que ver, en un sentido estricto, con su autobiografía.
Clave y perturbador. Al fin y al cabo, Samanta Schweblin admira a Patricia Highsmith, "es un modelo para mí, me fascina ese universo turbio, irreductible, animal, que surge de manera casi espontánea por acumulación de detalles psicológicos, ese clima de terror que parece tan natural".
Lectora incansable de cuentos, aunque también es novelista, un día un amigo se dio cuenta de que la mitad de su biblioteca era de relatos. Y entre sus favoritos figura un cuento como La casa inundada del uruguayo Felisberto Hernández, que también era pianista. "Ese cuento me marcó por una razón que está muy presente en el libro: los objetos. Aquí hay muchos. Le digo una cosa: todos son reales, están vinculados a mi vida y explican mi mirada. Le dan peso, espacio y luz a la prosa".
Los objetos crean una atmósfera especial de intriga, de locura, de obsesión o de pura turbulencia. El lector ensancha cada cuento desde el vértigo y el escalofrío.