Ángel Gracia: de dónde venimos

El poeta, narrador y autor de libros de viajes publica un intenso relato de una infancia terrible.

Ángel Gracia, director de comunicació de la FNAC, aborda el territorio de la infancia.
Ángel Gracia: de dónde venimos
Columna Villarroya

No hace falta que la infancia que en su día vivimos se parezca demasiado a la que Ángel Gracia acaba de retratar (y compadecer) en ‘Campo Rojo’ para comprender que en esta novela sobrecogedora se está escribiendo sobre la infancia de todos; es decir, no es necesario que se produzca una identificación para que tenga lugar un reconocimiento, ese vértigo de la buena literatura cruda que se parece al que se siente cuando uno sueña que saca demasiado el cuerpo al asomarse por una ventana.


‘Campo Rojo’ es una novela de terror, pero es un terror, ay, "realista", casi costumbrista al fotografiar determinadas escenas de la sobrevalorada España de los ochenta. También en el lengua je de los personajes (y en el de ese narrador que se cuenta a sí mismo el relato en palpitante presente y en una segunda persona que en el trágico final se revela algo acusadora, llena de mala conciencia) hay afán ininterrumpido por reproducir un mundo que estuvo y que pasó, una jerigonza preadolescente tan grosera como ingenua que, curiosamente, fatiga más en las treinta primeras páginas que a partir de ese momento, cuando uno ya está atrapado por la historia, sumergido en sus códigos, acompasado con su punto de vista. Ese sostenido argot de muchachos desorientados y vulnerables no sólo no te expulsa sino que te obliga a entrometerte, y consigue hacerte cómplice.


Sin contar al principio casi nada, Ángel Gracia cuenta cosas necesarias y las cuenta muy bien, levantando un paisaje generacional desolador en un escenario que no es menos desértico, esa carretera de Los Molinos que, a las afueras de Zaragoza, hacía de bisagra entre la ciudad y el campo, un territorio de transición entre la actividad urbana y el desasosiego del vacío. Por aludir a otras dos estupendas novelas recientes de jóvenes zaragozanos, en lo que tiene de merodeo de la infancia semi-rural coincide con ‘El Anticuerpo’ de Julio José Ordovás, pero recuerda más a ‘Autopsia’, de Miguel Serrano Larraz en cuanto a reconstrucción de una infancia poco amable y secuestrada por una jerarquía extraña e injusta pero fatalmente coherente, basada no exactamente en la ley del más fuerte sino en la del más violento.


El innominado protagonista recibe afecto y es capaz de darlo, le gusta aprender cosas y es consciente del tamaño del mundo, pero, a pesar de "esa fuerza invisible que sólo poseen los esmirriados y los enclenques" (p. 134), se sabe limitado por la acosadora vigilancia de los "pegones" de la clase, que en su caso atacan sus dioptrías y sus buenas notas. Al final de la novela, casi a modo de epílogo, hay un paréntesis veraniego en el que, protegido por el cariño de los abuelos y a salvo de la agresividad de los compañeros, parece que todo va a ser apacible ("Todos los días son iguales, eso es perfecto. Lo que más te gusta en el mundo es que los días se repitan": p. 246), pero lejos de terminar con capítulos suavizantes, es en ellos donde con más dureza se revelan las consecuencias de la tensión con la que el niño vive normalmente, siendo ahora él quien asume el papel de matón respecto a otros niños o quien ejerce una violencia estéril, absurda y mecánica con un perro.


Si la novela tiene una tesis, la encontraremos en estas páginas donde se expresa lo que puede hacer un niño sometido e inseguro cuando se ve libre de amenazas y a sus anchas, con todo un verano por delante y en medio de un campo que todavía no es rojo.