La gorra azul

Mi madre dice que no tendría ni tres años, sería el segundo verano que pasábamos en el Pirineo, en Biescas. Como cada día, íbamos a los Pinos, así llamaba ella al parque, y me llevaba en la silla, sin olvidarse de ponerme una gorra azul de visera para que no me diera el sol. A mí no me gustaba la idea, así que en cuanto se descuidaba intentaba quitármela. Pero pegaba el sol y parecía que me había dejado convencer sin patalear. Recuerdo las hojas de los árboles de un verde intenso; las briznas de hierba tan grandes como mi mano.


Volvíamos a casa por un camino que bordeaba un arroyo. Mientras mi madre empujaba la silla, yo me quité la gorra y la tiré al agua con una puntería sorprendente. Ella salió corriendo tras la gorra hasta llegar al borde del agua. Asomada a la corriente, veía la gorra a tan sólo unos pasos, luego unos metros, alejándose inexorablemente. Me miraba con los labios apretados, y yo saltaba en la silla y meneaba las manos, haciendo ruidos de contento.


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