Habitando el silencio

Me llamaron la atención sus ojos. Verdes sonoros, hojalata. Decoraban nuestras siluetas aquel vagón destino a Zaragoza. Solas, una frente a la otra.


Aproveché el túnel del Pertús para preguntarle su nombre.


-Elige uno que te guste-, dijo.


La llamé Jade.


-Me encanta. Tiene sonoridad, como todo lo que empieza por jota. Como Júnez, el pueblo donde nací. Ahí aprendí que los silencios no existen, que el abandono es algo relativo y que la Luna se esconde en el pueblo de al lado. Que el tiempo no pasa en Casa del Rey y que el mañana se hace al andar-. Desapareció como un fantasma susurrando -las puertas verdes son las últimas que se cierran- y dejó tras ella una cola de canto de viento en mi memoria.


No he vuelto a coincidir con Jade. Quién sabe si estará dialogando con el silencio mientras pasea por Júnez o si vivirá en Luna. Sólo hay algo de lo que tengo certeza, ni el pueblo donde nació, ni ella, están mudos, porque los relatos hablan, y éste, lo hace de ellos.


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