Cierzo

Aquí y allí, estaba en todas partes. Las personas se quejaban a veces porque soplaba demasiado fuerte. En el fondo, sé que me tenían cariño. Me dejaba caer hasta revolver el pelo de un niño o ayudar a un hombre a subir una cuesta con la bici. Vale, que luego era un poco trasto. Pero también me consideraban icónico, y los turistas no se podían olvidar fácilmente de mí. Eso no es malo, creo. Después todos me recordaban al marcharse de mi ciudad: “¿Llamas viento a esto? Como se nota que no has vivido en Zaragoza”. Lo sabía porque me lo contaron unas grullas. Y qué orgulloso estaba yo. Me acuerdo de que me preguntaron que por qué no me mudaba con ellas. Por supuesto, me negué. No encontraba motivos, y sigo sin encontrarlos. Esto merece la pena: cantar cada vez que doblo una esquina y sorprender a los ciudadanos, bailar por la plaza del Pilar y jugar en los parques. Formar remolinos de hojas secas y descansar a la orilla de un Ebro que brilla por la luz del sol. Pues sí. ¡Éste es mi hogar!


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