Alborada en el valle

Ella ya no estaba al otro lado de la cama.


La luz tibia de abril entraba tamizada a través de las cortinas, que oscilaban suavemente. El manso rumor del Guadalope, que lamía los viejos sillares de la casa, llegaba nítido a mis oídos. Las campanadas lejanas de alguna iglesia rompían el silencio con su cadencia tranquila pero obstinada. Respiré el aire fresco de la mañana, lleno de sol y de lluvia. Un aroma familiar, del pasado y del futuro, eterno.


La echaba de menos pero, pese a todo, me sentía feliz. Comprendí que estaba enamorado... del valle.


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