En el nombre del puerco

Aquella biblioteca es un espacio mágico, casi hechizado; cuando las luces se atenúan y las voces de los libros cesan se puede escuchar, primero suave y después atronador, el gruñido agudo de miles de cerdos allí sacrificados.


Traspasó la verja que da a la calle Miguel Servet y entró al patio del antiguo matadero. Apuró una última calada al porro antes de colarse en interior de la biblioteca. Ese día no llevaba su enorme mochila llena de apuntes. Tan sólo un pequeño bolso rojo. Se sentó donde siempre y permaneció allí con los ojos cerrados, escuchando. Sus labios se movían de forma casi imperceptible como si hablara con alguien o recitara algo. Era de noche afuera y ya casi no quedaba gente.


Cuando la bibliotecaria se acercó a su mesa para anunciar el inminente cierre, sin levantar la mirada deslizó su mano en el bolso, sacó un cuchillo de matarife y con un certero movimiento la degolló.


Y después, el silencio. Como siempre.