El Ebro, a 'pozaladas'

Cuando pudieron entrar encontraron los restos de lo que venía siendo su vida desperdigados entre los barros: los aperos de labranza, los cacharros, la moña roya de Laura, sucia y desvencijada; las patatas, los recuerdos…


María, calzada con las botas de pescar de Antonio, avanzaba lentamente por la fanguera, barreño en mano, en busca de cualquier resquicio que pudiera traer de nuevo a sus vidas, con el afán de dejar las cosas, cuanto antes, como siempre habían sido. Era él quien cargaba las pozaladas y las vertía, con la paciencia que le caracterizaba, a la vaguada de la carretera.


La gata parda chemecaba, arguellada.


No hablaban, no había miaja que decir. María y Antonio vivían sus días trabajando, laboreando en el campo, faenando en las mejoras y en los quehaceres del hogar, y ahora el bancal estaba anegado, y el corrico y el ortal, y habría de pasar tiempo para que la casa recobrara siquiera una sombra de la calidez de antaño.


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