Cita a ciegas

El día anhelado había llegado. Hoy pondría cara a mi amada virtual. Quedamos en Zaragoza, ciudad intermedia, en el sitio más céntrico de la capital. Bajé del autocar lleno de ilusión, ni siquiera apaciguó mis nervios el intenso calor. Mientras bebía un refresco, me preguntaba si se rompería la magia al conocernos. Eso solía pasar, por mucho que nos habíamos jurado que no nos importaba el aspecto físico. Miré el reloj. Llegaba con adelanto. Me sentí pequeñito en la inmensidad de la plaza y el desconcierto de ver pasar los minutos en vano.


Tras dos horas de retraso y varias llamadas sin contestación, escondí mi decepción, y entré en un bar cercano a comer algo. Sentado a la mesa, aún mirando esperanzado por la cristalera, oí una voz angelical que me preguntó que iba a tomar. Han pasado muchos años, desde aquel momento. Cada año, el día señalado, finjo dormir cuando se va a trabajar. Y al mediodía me siento en la mesa del rincón, sólo que esta vez, ella ya sabe lo que quiero tomar.


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