Zaragoza nunca se rinde

Madrid ha capitulado. Palafox contempla las ruinas de Zaragoza desde el Reducto del Pilar. Ya ni puede contar los muertos. ¿Merece la pena? Debe decidir. Se mesa la barba y avanza decidido hasta el emisario francés que espera respuesta con ojos vendados pero firme, casi arrogante, con la frente bien alta. Representa a la fuerza militar más poderosa del mundo. Rendirá la ciudad. Antes de responder observa a sus hombres con ponchos raídos, hambrientos, heridos la mayoría, pero no es eso lo que llama su atención. Es su mirada: refulgente, poderosa, decidida, capaz de todo. Aunque no quedara una sola casa en pie, bastaría uno de aquellos hombres y mujeres para que una nueva ciudad se levantara más fuerte. Ningún ejército podría frenarlos, ninguna crisis ni adversidad. Lo tiene claro. Erguido y con voz solemne afirma:—no sé capitular; después de muerto hablaremos de eso—. Rompen júbilos y vítores. El francés permanece firme pero perplejo, incapaz de comprender que Zaragoza nunca se rinde.



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