Ismael Grasa, una casa propia

El escritor oscense retorna a la narrativa breve con cinco cuentos de relaciones y extrañezas.

Ismael Grasa en un pasaje que ayer fue de cine y hoy convoca la añoranza.
Ismael Grasa, una casa propia
Oliver Duch

En ‘Huellas de jabalí’, uno de los cuentos de ‘El jardín’, libro con el que Ismael Grasa (Huesca, 1968) vuelve a la narrativa seis años después, Víctor, un empleado de banca que deja su empleo y se refugia en el pueblo de sus padres, confiesa que lo hace "para tener una casa propia". Ese parece el propósito, al menos figurado, de los protagonistas de estas narraciones. Cinco cuentos habitados por una colección de seres que encuentran pequeñas sus vidas y buscan cómo ensancharlas.


Nora, otro de los personajes, amante de un vendedor de periódicos, describe ese impulso: "Me dijo que a veces reconocía algo firme en mi interior, y que le gustaría meter su mano dentro de mi pecho para sujetarse ahí. Decía: ‘Antes no estaba y ahora está ¿De dónde lo has sacado?’". Son seres, pues, varados en sus vidas, pero que conservan todavía un aliento de resistencia, una confianza instintiva en cosas como el amor, la educación o la bondad que les engrandece y les hace pensar que la vida de verdad está en otra parte y que son capaces de encontrar ese lugar.


Estos cuentos narran esa búsqueda. Y lo hacen desde lo cotidiano. Por eso no es raro que estén llenos de casas. Casas con un carácter propio que cobra relevancia en la narración y aporta el marco necesario a cada historia y a cada personaje. No es casual tampoco que los lugares por donde estos seres transitan sean zonas fronterizas, de encrucijada: ciudades pequeñas de las que se sale dando un paseo o urbanizaciones periféricas que no se sabe si son campo o ciudad; si, como ocurre con los propios personajes, están al inicio o al final de algo.


Esto pasa también con las relaciones de pareja. Se trata de parejas que ni siquiera están seguras de serlo y que proporcionan algunos de los mejores momentos del libro. En ‘Huellas de jabalí’, que narra el amor entre dos seres desterrados, está Gladis. Con ella, Grasa compone una figura de emigrante alejada de toda épica, pero llena de una humanidad cierta, que sirve de contrapunto a los demás personajes del libro: lo que estos desean, ese otro lugar para sus vidas, a ella le es impuesto.

El antagonismo es algo habitual en estas historias. En todas ellas hay dos personajes con visiones opuestas de la vida que mantienen una forma de diálogo a través de la que la narración se desarrolla.


Por otra parte, son historias que, gracias al buen hacer de su autor, parecen recorridas por un mismo aire, tener lugar simultáneamente y bajo un mismo cielo, lo que da idea de un todo conectado. Una idea que Gladis describe al hablar de una hermana suya que ha quedado en su país: "Ella me decía que nuestra única obligación es no dejar de respirar, y en esos momentos tomo aire y pienso que, más limpio o más sucio, es el mismo aire que respira mi hermana". Una conexión que dota a esas vidas de una universalidad en la que todos podemos mirarnos. Fabián, jardinero que se baña en las piscinas ajenas, protagonista de ‘El jardín’, cuento que da título al libro, dice: "Y es que cuando se está así da igual de quién sea la piscina, porque es como si todas las piscinas formasen un mismo mar…".


La plenitud de un narrador


En su búsqueda de ese lugar propio, estos personajes van enfrentándose a una serie de amenazas imprecisas, que dan a las historias el tono de acecho que debe tener todo buen cuento. Los personajes con creencias religiosas e intenciones proselitistas resultan especialmente inquietantes. Aunque lo cierto es que son frenados de forma contundente. "Preferiría que en lugar de encomendarte a Dios te abrocharas el cinturón de seguridad", le dice Víctor a Gladis cuando esta se santigua al subir a su coche.


Y es que en este libro, como en la vida, se tiene más claro lo que se rechaza que lo que se desea. Estamos, pues, ante un libro sobre el deseo y la búsqueda, y sobre nuestra incapacidad para identificar ese deseo y saber qué hacer con él. Un libro escrito sin sobrealiento, sin que se note el esfuerzo, y con una precisión que convence al lector de que no había forma mejor de contar lo que se cuenta. Un libro de un narrador en plena madurez que hace tiempo encontró su lugar entre los autores más personales de nuestras letras.