Dos horas con la Duquesa de Alba

Cayetana Fitz-James Stuart conoció Budapest guiada por el diplomático aragonés de la Representación consular de España en Hungría.

Dos horas con la Duquesa de Alba
Dos horas con la Duquesa de Alba

Ese fue el tiempo aproximado que estuve a su lado. El destino caprichoso quiso que se cruzasen nuestras vidas en Budapest. Algo que ni siquiera tiene el valor ni la extensión de una nota marginal a pie de página en su abundante biografía. Hoy transformo aquel encuentro en rememoración a causa de su muerte. Recuerdo su aparición inesperada en la puerta de la Representación Consular y Comercial de España en Hungría, situada como ahora en la Etvös utca, pero que entonces estaba frente a la sede del Honved, famoso equipo de fútbol magiar integrado tan sólo por militares. Sonó el timbre y al rato volvió la señora Ambrusnö, una de las secretarias, para preguntar si podía abrir a una española y dos jóvenes.


Eran horas vespertinas del verano de 1973 y las oficinas estaban cerradas al público. Nuestra presencia allí se debía a la preparación de una recepción en honor de una delegación española del Ministerio de Asuntos Exteriores. Eran los tiempos de la guerra fría y en vida aún de Franco. A los integrantes de la representación (fascista) en un país comunista se nos veía como tipos raros. Hasta con cierta hostilidad oficial. Así que había que aprovechar cualquier ocasión para hacer patria ante colegas de otras embajadas y funcionarios húngaros.


Acudí a la entrada y me topé con la famosa duquesa y dos de sus hijos, Alfonso y Jacobo. Ella me alargaba el brazo exhibiendo un pasaporte diplomático para identificarse (entonces los Grandes de España tenían el privilegio de viajar con ese pasaporte). Para mis adentros pensé que no hacía falta ningún control ni presentación pues ya la había reconocido por las muchas veces que la había visto en las revistas.


De incógnito


Preguntó cortésmente si podían pasar al baño para lavarse las manos. Terminadas las abluciones, le pregunté si quería que avisase al Encargado de Negocios de su presencia y la de sus hijos. Reconoció el detalle agradecida y subrayó categórica que se hallaba en Budapest de absoluto incógnito. Lo que sí necesitaría sería una persona que les guiase para hacerse una idea somera de la ciudad del Danubio. Me puse a disposición para acompañarles, pero con una condición limitativa de tiempo: solo disponía de dos horas para la gira turística.


Como fiel y precavido joven funcionario aproveché para avisar a mi jefe, Carlos Gámir Prieto, de la presencia de los Alba y de la situación imprevista.

Montamos en su coche (un Citroën pato) y salimos hacia la famosa Plaza del Milenario. Es la impresionante plaza de Budapet, presidida por el monumento a Atila y a otros caudillos magiares, y flanqueada por los dos museos más importantes del país y por los históricos baños termales urbanos de origen turco; nos dirigimos después por la estación del norte, construida por Eiffel, hacia la Isla Margarita. Allí caminamos un trecho por sus jardines y veredas. Durante el paseo y a lo largo de la conversación la duquesa me pareció una mujer muy sencilla y dicharachera dentro de su aristocrática reserva.


Me explicó que habían salido de Viena por la mañana donde eran huéspedes del embajador Lojendio (el hermano menor de los dos diplomáticos de ese apellido; el mayor y más conocido fue el que irrumpió en los estudios de la televisión cubana mientras intervenía en directo Fidel Castro para contradecirle abiertamente en sus juicios sobre España). Hacía poco que la duquesa había quedado viuda (del primer marido) y se le notaba un cierto aire de tristeza y reserva.


Los hijos me comentaron que habían estado recientemente en Argelia y que aquel mundo árabe de influencia francesa les parecía similar a Budapest. Sin querer ser grosero en mi réplica, les indiqué que la ciudad, a pesar de su carácter sombrío y desaliñado por las privaciones comunistas, había sido parte del imperio austrohúngaro con una sobresaliente nobleza y que sus reyes Esteban o Matías Corvino y su padre Juan habían liderado los combates contra el turco en defensa de la civilización occidental.


De la nobleza magiar había muestras suficientes en las calles y plazas de Budapest y otras ciudades. Así que los conduje al final por la parte alta de Buda para visitar el palacio real y la iglesia de Matías (Corvin) con el turístico Bastión de los pescadores, atalaya para gozar de una vista única del parlamento neogótico y del valle del Danubio. Terminó la visita frente al monte Gellert por donde discurría la carretera de Budapest a Viena, no lejos de mi casa.


Regreso a Viena


Yo debía cambiarme de ropa para asistir al cóctel y ellos volver a Viena. Fueron muy afectuosos en los agradecimientos al despedirnos, pero confieso abiertamente que, como hicieron en otras ocasiones personas vips con las que coincidí fuera de España, siempre esperé una tarjeta de reconocimiento y gracias remitida desde España por ella o uno de sus hijos.


¿Quién me habría dicho entonces en Budapest que Jesús Aguirre, joven sacerdote secular santanderino (que no jesuita, como sostienen erróneamente algunos), profesor invitado en la sucursal madrileña del Europa Seminarie de la Stenonius Stiftie de Maastricht donde estudié, al que tuve ocasión de conocer y tratar durante un curso, se habría de convertir en el segundo marido de Cayetana a la que conoció siendo él –ya secularizado– director general de música?