Pueblo

Llegó y se sentó al lado de la fuente. Hacía ya casi un año que el dolor de espalda lo había alejado del campo donde creció. Desde entonces cada mañana, después de desayunar con el despunte del alba, cogía su bastón y bajaba a la plaza del pueblo a charlar con sus amigos, gente buena con la piel quemada por el trabajo de toda una vida bajo el sol.


Pero Eusebio vivía con su hijo allá en Villanúa y a Javier lo habían enterrado hacía apenas un mes. Desde entonces sólo podía hablar con Pepe, el repartidor que le traía la comida desde Jaca, y aún así eran pocas palabras, pocas novedades había ya en el pueblo y Pepe siempre tenía prisa “hay muchos pueblos y la carretera no está para correr”. Él no lo entretenía, le sonreía y le daba las gracias, sus manos no podían entrar la compra hasta la cocina donde aún recordaba a su madre y a su abuela entre fogones.


Miró alrededor, en silencio, cansado, ya no quedaba nadie.


Se ajustó la boina, suspiró, cerró los ojos y se dejó llevar.


Dejó de recordar.


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