El secreto

Nadie sabía el secreto. Todos los días algún viajero, algún curioso o algún incrédulo llegaba de Albarracín o Teruel sólo para probar los platos de la niña Carmela.

Sentados a la mesa en esa casa de piedras rodenas, pedían unas sopas de ajo o unos garbanzos.


Con la primera cucharada, todos enmudecían. Se les quedaba la piel clara y en los ojos se asomaban lágrimas tímidas. A la mente les llegaban imágenes de trigales, de campos de lino y azafrán. En el corazón les repiqueteaba una lluvia fría de verano.

Y tras ese primer bocado, devoraban el plato con premura, como un primer beso. Sin descanso, pedían una segunda ración. A veces, una tercera. Nadie entendía cómo esa joven delgaducha amorataba el alma de los que comían esos pucheros de pobre.


Sólo ella sabía por qué sus platos dejaban el corazón magullado. Y es que a Carmelita se le escurrían lágrimas en los cazos. Lágrimas amargas, sal de desamor.

De un amor en los trigales, de un amor que le había tatuado la pena con aroma de azafrán.