Justicia poética

El día que me lancé al Ebro en un elegante salto del ángel elegí el puente de San Lázaro, el de Piedra, vamos, para que me entienda usted, Sr. Juez. No quería andarme con florituras ambiguas de modernos puentes de diseño donde los jóvenes ponen candaditos en señal de amor eterno, imitando a un escritor italiano muy de moda entre quinceañeras.


Yo, por el contrario, quería un puente adulto, con historia y con un par de huevos de gallina campera. Un puente cansado, destrozado y reconstruido tantas veces como héroes han sido lanzados en vuelo libre desde sus barandillas; eso sí, tras malherirlos a bayonetazos para que tiñeran de rojo las aguas del pueblo.


¿Que por qué no salté solo y me encadené a un político corrupto con cuentas en Suiza y amante del dinero negro? ¡Nos ha jodido mayo con sus flores…! Yo creí que eso había quedado muy claro desde el primer interrogatorio: ¡por simple justicia poética y para evitarme el primer rebote contra el contrafuerte!