El gran Labor

Cuando Labor se despertó tenía el puño de la mano izquierda agarrotado. Todo el cúmulo onírico se le había concentrado ahí, como formando un microcosmos mágico. Pasó un tiempo incierto hasta que lentamente fue capaz de abrir la palma y descubrir un cacho de tierra que le había atrapado al sueño. Sonrió con total complicidad.


Labor tenía ocho años. Contó lo ocurrido. Habló de encrucijadas en extensas tierras fértiles, de valles hermosos y claros, de amaneceres dibujados, de ríos que serpentean homenajes. Y de un viento justiciero que pasea su verdad silenciosa.


Guardó en secreto ese pedazo de tierra que le dio la confianza necesaria para saber con los años que el sueño de la razón produce monstruos y que la razón de los sueños produce reinos.


A sus cien años, Labor se apagó en paz y sin llagas en la memoria. Murió con la clarividencia de las noches. Al morir, de su mano cayó derramado aquel pedacito de tierra. Es así cómo nació Aragón. En secreto y en un abrir y cerrar de ojos. Los tuyos.