Con el permiso de Borges

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En aquel tiempo, el paso de los tranvías, hecho de líneas puras y perfectas, expandía el horizonte. Todavía lineal, la historia discurría hacia delante y, admirando el paisaje urbano, símbolo de audacia y de progreso, nos identificábamos con la ciudad, demiurgo necesario que avanzaba y se convertía, al paso de los tranvías, en barco puntero que rompía las olas; ya no bajo el cielo, sino bajo el velamen de cielos de balcones y fachadas. 


Pero ahora, el trolley es un pájaro muerto que, repartiendo el viático por las calles, pasa por encima de donde ya se había instalado y desplaza a los antiguos coches y motores dejando a su paso una estela de impotencia y fracaso: la trampa de una ciudad que es desierto y cárcel; que no es progreso, sino lastre; que no envuelve, sino que oprime. Cuyas fachadas y balcones permanecen mudos y recogidos. Donde no se avanza hacia horizonte alguno, sino que se continúa, en un bucle triste que repasa la tristeza.


Myriam Enríquez Domínguez

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