El río Aragón

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Metió su mano en la corriente, y las gotas saltaron salpicando la cara que miraba atónita la lluvia que él había provocado, el sol se multiplicaba en arcoiris minúsculos que volvían a zambullirse blandamente en el torrente cristalino.


Apenas un roce de sus dedos sobre la superficie brillante del agua, hacía cambiar el curso de la corriente, los remolinos alteraban el reflejo del cielo en los remansos que se formaban entre las rocas y el blando musgo, y su cara en el espejo roto se transformaba en muecas, grotescas y divertidas, que le sorprendían una tras otra en una sucesión inagotable de gestos imposibles de componer en su rostro ingenuo.


Había tratado de agarrar el agua que se escapaba de entre los dedos, quería retener el frescor de la nieve derretida en primavera y recogida en el ibón antes de iniciar una frenética carrera hasta formar un torrente, después un río, y confundido entre las aguas de otros ríos, saciar la sed ancestral del Ebro. Había sentido cómo nacía el río Aragón.


Carlos Sancho


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