Hoy lo he visto

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Hoy lo he visto.

Un río de lava ocupaba el cauce del Ebro y coronaba la ciudad con una diadema roja en ebullición que llenaba el cielo de vapores de azufre.

En lo alto del Puente de Piedra, cuatro leones gigantes oteaban el horizonte y se turnaban para cavar con sus garras surcos en la tierra y hacer un canal para un nuevo afluente que poco a poco iba abriéndose camino. Como un crisol, se han extendido las aguas rojas. Primero por el cardo, en una carrera acelerada contra el tiempo y bifurcándose, al llegar al cruce, por el decumano. Después se ha cerrado el anillo exterior, creándose un cauce de fuego que retrazaba el antiguo recorrido de las murallas ya desaparecidas.

El Casco Viejo era un denario dividido en cuatro cuartos, uno por cada punto cardinal, y todos separados por dos ríos capaces de quemar o fundir cualquier puente que se tendiera entre las orillas, ya fuera de madera, cuerda o metal. Así ardía Caesaraugusta, con sus gentes abandonadas a su suerte, gritando con gesto desencajado, como el mugido conjunto de una manada de vacas antes de ser marcadas a hierro.

Arde el foro, el teatro y las termas. Solo las cloacas resisten, verdad hedionda de la historia. Pero la gente no quiere enterrarse en ellas. La gente chilla, se desgañita en las orillas de su destrucción, esperando ser oída por alguna de las siluetas humanas que creen atisbar entre el sinuoso baile de vapores que les hace llorar los ojos. Algunos dudan. ¿Hay alguien al otro lado?

Hoy lo he visto.

Fuera del anillo, manadas de personas corren despavoridas. Las calles se han ido vaciando y en la gran avenida desierta, entre restos de necrópolis descompuestas y olvidadas, ha emergido una cara, una boca, una nariz. El Paseo Independencia se ha convertido en un rostro alargado, inusitado en su forma, aborigen, con pinturas tribales formadas por las líneas de tráfico. Un rostro que luchaba por despegarse de la tierra, tirando hacia el cielo libertador pero incapaz de separarse de las aceras que lo ciñen al suelo. Se debatía, estirando su piel de cemento hacia todos los lados, haciendo aún más terrible su presencia. Y le dolía, y junto con sus gemidos expulsaba un aliento oscuro y pestilente, una argamasa hedionda de alquitrán que precedía un grito que llegaba a todos los confines de la ciudad.

Todos han huido impulsados por el pánico, amedrentados por esta bestia venida de los subsuelos cuyo ombligo, en la Plaza Paraíso, no cesaba de escupir desde su centro, ojo de vísceras, miles de vías de tren que como lanzas salían disparadas por los aires en todas las direcciones y planeaban como las lenguas de un martinete que restañaban en el cielo, amenazantes. E iban cayendo, haciendo temblar la tierra, desenrollándose cada una por un camino y dejando a su paso marcas imborrables sobre los lomos de los más lentos, los más desprotegidos, obligados a cargar sobre sus espaldas pesadas lápidas sin descanso, sin destino, que poner sobre las tumbas de los que fueron más rápidos.

Hoy lo he visto.

En el horizonte, extramuros, más allá de los límites recientes. Siempre más allá, más lejos, donde ya no molestan. He visto crecer construcciones hacia el cielo, como negros barrotes que miran a lo alto, alineados, y que les impiden volver hacia atrás, a una ciudad que ya no les pertenece. Suben por ellos hasta lo más alto y desde allí intentan reconocer un mínimo resto de lo que han dejado. Pero de todo han sido desposeídos y su vida es esa ahora, exiliados.

Pero llega la calma, y en medio del desierto que han dejado, descubren a lo lejos una gran mesa, larga como una autopista, que recorre calles y callejas, cubierta por un mantel kilométrico sobre el que se extienden los manjares más exquisitos. Alargan los brazos con la ilusión de poder alcanzarlos, pero para ellos ya no hay nada. Todo avanza por una cinta mecánica hacia la boca, insaciable, de la bestia. Y se chupan los dedos, antes que atreverse a inmolarse dentro de su boca, como parte del festín.

Hoy lo he visto.

Una gota de baba, grande como un planeta, pendía de la comisura de los labios de la bestia. Un océano transparente de bilis, diáfano, precioso, perfecto, listo para inundarlo todo. La primera muestra de satisfacción que nos da la bestia. Y todos la han alabado, en la distancia, tan magnífica. Esa gota pende de sus labios, dispuesta a romper contra el suelo y descomponerse a su vez en millones de pequeñas gotas que se congelarán en el aire. Y la miran con los ojos llenos de asombro, esperando asombrados poder ver la gran caída. Se imaginan poder bañarse en esa baba pútrida y asquerosa, y aplauden. Porque así todo volverá a empezar, bajo una nueva luz y una nueva esperanza, tras una ablución escatológica en los detritus de la víspera.

Hoy lo he visto.

Cómo bañados en nuestros propios desechos volvemos a empezar. Y a olvidar.

Ignacio Muñoz