Estación del Norte

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Viajar en tren me produce melancolía. El tren como viaje interior, como recuerdo y aprendizaje, como futuro. Será porque asocio el tren a la Estación del Norte de Zaragoza, la vieja y bella estación de mi infancia. Era como las casas que dibujan los niños, de una sola planta, con tejas de color marrón rojizo, con grandes puertas y ventanales de madera pintada en verde, siempre abiertas en verano, y en invierno, haga el favor de cerrar que hace mucho frío. Una vez dentro, accedías a una única estancia, una sala con un enorme reloj en la pared. Carteles viejos. Bancos de madera. Débilmente iluminada con bombillas que, cargadas de mosquitos, pendían de las vigas con la única protección de sombreros metálicos. Pequeñas puertas de acceso a misteriosos despachos. Y muchas ventanillas, simples huecos en una pared de cristal, tras las que encontrabas a un funcionario vestido color RENFE, que te atendía mirándote a la cara, porque no había otras pantallas que los ojos de la gente.


Estación del Norte, recinto ligado al tiempo dorado y azul de mi niñez, cuyo recuerdo me hace verter extrañas lágrimas, dulces y saladas a la vez, inquietantes y generadoras de paz al mismo tiempo.

José Ignacio Gaspar Escayola