El mito

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Abrió la boca y se agacho para beberse todo el agua. Era tan grande que el río le cabía entero entre sus labios. Deglutió hasta quedar saciado, llenándose su panza como un aljibe. Después se sentó en al ribera mirando al cielo, jugando a dar forma a las nubes con su lanza. Creó unas casitas, luego junto tres o cuatro nubes e hizo un templo, varios palacios, avenidas, e incluso un puente. Aquello parecía una ciudad de algodón, de sueños. Cuando acabó se volvió a tumbar junto a la ribera y se quedó dormido esperando compañía.

Pasó el tiempo y poco a poco el polvo del devenir fue cubriendo al gigante dormido y a su ciudad, aunque el río seguía marcando su deambular en el tiempo.

Un día despertó, pero al levantarse no entendía lo que veía a su alrededor, estaba dentro de la ciudad que había soñado, junto a una ranita y rodeado de agua. En sus pies un epígrafe reflejaba su nombre, “Cesar Augusto”.


Carlos Rodríguez Fernández