Sirena

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Pasaba horas al lado del Ebro, sentada en una barranca zaragozana. Le gustaba mirar la corriente que reflejaba invariablemente los colores del cielo. Las olas espumosas que rompían contra las riberas o en el descomedido tronco de un árbol. Los remolinos que mareaban el día y se lo llevaban hacia la profundidad del misterio.


Le gustaba adivinar el lomo plateado de los peces que reflejaban los rayos del sol en una carrera sin final y la sombra piadosa que volcaban los sauces sobre el río que les devolvía canciones en agradecimiento.


Poco a poco sus ojos fueron adquiriendo el color del agua y aprendieron a reflejar los tonos del fir-mamento, día a día su piel copió el movimiento serpenteante de la corriente y sus cabellos se adueñaron del perfume inatrapable del río. Una tarde cantó y su voz convenció a los pájaros entre los árboles que era la voz del río la que mareaba los meandros.


El río la reclamó como propia y nadie se dio cuenta en qué momento se la llevó.

Altense