Cierzo

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El silencio, en tensión y alerta, aguarda con apariencia estoica a que el fiero suspiro lo parta en mil pedazos. Llega, lo ve venir arrasando con todo lo que encuentra a su paso, robando suspiros, miradas, olores y palabras.


Contenedor de todos los romances del mundo, de todas las historias que había poblado las vidas de ese valle, te las cuenta aunque no le prestes atención, aunque solo sea un aullido salvaje.


Era su capa la continuación infinita de un telar encantado, trabajando sin descanso, sin saber cuándo había nacido, ni cuando pararía de crecer. Sus hilos eran invisibles para los ojos poco atentos: estaban hechos de mil retazos, de remiendos, madejas, imperdibles y dedales. Estaban hechos de no me olvidas, te quiero, qué hay hoy de cena y no sabes qué me han contado. Estaban hechos sus hilos de sueños, de lágrimas, de sonrisas y sorpresas.


Los hilos, que tejía con sus dedos un intrincado laberinto, miraban con miles, con infinitos ojos todo cuanto se interponía en su arbitrario itinerario.


Vieron cómo una mujer, tiritando y en los huesos, se metía en su cama de sábanas raídas y poco abrigadas; y allí, en su quieta alcoba vacía y fría, se daba la vuelta y tocaba con sus manos despellejadas el abismo que había a su lado, antes lleno y acalorado.


Vieron a un niño correr con una sonrisa teñida en los labios tras haberle quitado a una niña un lazo de sus cabellos rubios. Era un lazo rojo y brillante, y bailaba de la mano del niño un tango.


Vieron cómo, de un ojo cerrado, brotaba una lágrima salobre, pero no les dio tiempo a saber si era de alegría o de amarga tristeza.


Rozaron con sus luengos brazos las hojas palpitantes de árboles ya extintos, de jóvenes chopos y de abigarrados álamos. Con ellos cantaron odas a la luna y al sol, a las estrellas y a la quietud de un río. Encantaron los oídos del que se atrevió a escucharles, silbidos indescriptibles hechos de tiempo.


El silencio cogió aire antes de ser arrastrado a los confines de la tierra, con sus ojos grises observó la caótica llegada de ese enemigo llamado cierzo.


Antes de que pudiese darse cuenta ya no estaba allí, ahora lo sustituía una flauta iracunda tejida de tiempo, de personas, sentimientos, sueños y hojas.


Ahora silba el cierzo, doblegando bajo su imperio de palabras, espaldas, oídos y cabellos.


Lara Campo Marco