Adiós

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La luz cegaba mis ojos. Mis manos se aferraban a su mugrienta chaqueta mientras mi garganta se desgarraba por los gritos de dolor que me producía verlo ahí tirado, muriéndose a cada segundo. Su corazón ha dejado de latir. La ambulancia no llega y mi desesperación va en aumento. Llega la policía y me separan de él. Y ahí pierdo de vista al desvalido mendigo. Días después en el Heraldo de Aragón me enteré de su muerte. Tan solo era un desconocido que me encontré un día por la calle, no debería importarme pero una lágrima brota y no hace más que anunciar las siguientes. Los días que siguieron a su muerte, al pasar por la calle Independencia veía su sitio y pensaba en el amigo anónimo al que cada día veía y saludaba y al que la vida no trato bien. El no tenía dinero pero no merecía morir congelado. Por eso hoy me despido. Buena suerte amigo anónimo y adiós.


Carlos Marín Garay