26 de diciembre de 1978

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Metí segunda y volví el volante hacia la derecha para tomar la curva que me llevaba hasta el puente que cruzaba el Ebro. La luna llena iluminaba las puntiagudas ramas que se dibujaban sobre el río. Las gotas de lluvia repiqueteaban sobre el parabrisas, se perdían sus formas redondas y fluían, derramándose sobre la superficie, fundiéndose en grandes manchas líquidas. La basílica se erguía detrás, difuminada por el color gris que predominaba sobre la escena, como en una de las acuarelas de Turner. Tardaría todavía unos minutos en amanecer y el húmedo y oscuro fondo que era la ciudad quedaba rasgado por la rivera iluminada con alineadas farolas que parecen sucederse eternamente y por los faros amarillos del SEAT 127 que hacía dos años que conducía.


Los titulares de los periódicos se habían puesto de acuerdo al afirmar en sus portadas la importancia del discurso del rey el pasado domingo, al fin y al cabo, todo el mundo esperaba ansioso palabras como “libertad”, “constitución” o “democracia”, que se suponen protagonistas del futuro más inmediato.


Cada día cruzaba el puente, desde allí todavía se ve el letrero iluminado de la empresa en la que era contable desde que salí de la facultad hacía tres años. Llevaba unos meses siendo el primero en entrar en la nave y el encargado de cerrar.

Estaba satisfecho con mi trabajo, nadie me obligaba a nada. Distribuía el dinero en sobres, sobres para el salario de los empleados, sobres para la correspondencia con empresas extranjeras, para el presidente, para el ministerio etc.; de eso me encargaba, de enviar sobres para poder enviar sobres para pagar el alquiler y la luz. Tenía una mesa de oficina bien organizada, un montón de papeles en el extremo derecho y otro al borde izquierdo, el libro de contabilidad junto a la bandeja de los folios, y en el cajón, el matasellos de la compañía y la cajita de los clips; todo distribuido regularmente, como si hubiese quedado ordenado tras un arrebato de lógica sublime. Acompañaban a estas tareas, “comedidas puestas en escena” que implicaban la “adecuación en la indumentaria” y “prudentes discursos sobre los valores fundamentales de progreso y de crecimiento empresarial” así como del “correcto comportamiento del hombre en el medio social”. En fin, la misma farsa todos los días. Un futuro prometedor, claro. “Un día este niño llegará a ser alguien importante” que decía mi padre. Invirtieron dinero en ello, todo era cuestión de dinero y de tiempo, esa era la solución, y todo se arreglaría en el futuro.


Criado como cachorro falangista en la filas de la OJE, fueron, mis años de infancia, revisados inquisitorialmente bajo la mirada de los hermanos lasalianos. Pero eso quedó atrás, ya no hay ejércitos cristianos, ni cruzadas, ni mentes que conquistar. Ahora, bajo mi puesto de contable, era momento de luchar ppara ganar la batalla de la producción, elevar el nivel de vida y dar una nueva y dar una nueva y feliz oportunidad a todos los ciudadanos. En realidad nada de esto iba conmigo, es fácil de comprender, lo que de verdad hacíamos era vender sufrimiento, cuanto más tiene uno, más desea,

nunca termina de estar satisfecho y más padece.


Me encendí un cigarro antes de salir del coche, pensaba en lo incierto del futuro, en las posibilidades que se me abrían ante un país que en unos días cambiaría hasta dejar de parecerse a cualquier recuerdo. Seguía fumando cuando decidí salir del coche para entrar a la oficina a trabajar. Crucé el aparcamiento hasta llegar a la puerta, cubriéndome la cabeza con el abrigo, mientras la lluvia calaba el pelo, la ropa, los bolsillos. Estaba a un par de pasos de entrar, frente a la puerta,

cuando me dí cuenta de que el abrigo era demasiado corto para el diluvio de aquella noche de diciembre, estaba empapado. Me resistí a entrar y decidí volver al coche. No sé que podía hacer, no era capaz tampoco de actuar por mi cuenta, creía no estar preparado. No tenía ni idea de adónde ir. Entonces, miré al frente, al rótulo iluminado de la empresa y un extraño sentimiento de ira me recorrió. Fijé la mirada y fruncí el ceño. Encendí el motor, metí la primera y quité el freno de mano. No tenía lugar al que marchar pero sabía perfectamente el camino que quería seguir.

Nicolás Enrique Marín Bayona