La culpa del superviviente

Se clavaban en mi nuca. Como puñales. Notaba que esta vez sí, en la última prueba, me había terminado de granjear la antipatía de casi todos mis compañeros y rivales. Tras las ventanas, los eliminados, me miraban a través del vaho de un té caliente. Expectantes. Ateridos. Derrotados. Sorprendidos. Fuera, seguíamos los últimos cuatro candidatos. Concentrados. Casi exhaustos, pero con el objetivo al alcance de la mano, sintiendo una mezcla de orgullo ganador y esa extraña culpabilidad del superviviente. Éramos apenas sombras entre la ventisca, bajo un cielo plomizo que apenas dejaba pasar suficiente luz para ver dónde caería la siguiente zancada. En la cuarta vuelta, un gigantón checo, se desesperó al perder pie en una pasarela de tablones y ser eliminado por el reclutador. Se acabó, ya tenían a sus tres finalistas. Un fornido alemán se acercó jadeante y me dio la mano, sus ojos reconocían que habían juzgado mal a ese pequeño españolito moreno, sobre todo en ese día de perros a 22º bajo cero. Me preguntó en inglés: “¿Pero… cómo puedes soportarlo?” a lo que le respondí encogiéndome de hombros: “soy de Zaragoza, dicen que si puedes vivir ahí, puedes hacerlo en cualquier parte.”