El cuervo

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Los dos chavales volvían del comedor al patio del gran colegio zaragozano cogidos de los hombros. Esa hora perdida antes de las clases de la tarde. Cierzo frío, soledad en las canchas. Algunos jugaban. Ellos, pequeños rebeldes, preferían el prohibido deambular bajo los pabellones de las clases. Y de repente, en una esquina, la sombra negra y sonrosada del Padre Pardo. El amigo de los niños.


- ¡Hola, chicos! ¿No tenéis frío con esos pantalones tan cortos?

 

Inocentes, aceptan la invitación de su voz cavernosa y los lleva a su cuartito.


- Es un licor de café que hago yo, ¿sabéis? Probadlo, probadlo…

 

No hay mucho sitio donde sentarse: la silla que ocupa el cura y un camastro. Se coloca mejor frente a ellos cuando han bebido y poniendo su mano suave, cálida, sonrosada en sus rodillas desnudas, les pregunta:

 

-¿Qué, ya notáis el calorcito?
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Como dos boxeadores mal entrenados, vuelven a las aulas salvados por la campana del colegio.

El cura se irá a confesar.

Michel Gracia Rodríguez