Tercer Milenio

En colaboración con ITA

La clase de 1893

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Modelado del rostro de Isaac Newton
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Desde cualquier lugar de la plaza de Basilio Paraíso, apenas camuflados por los árboles de la entrada, nos observan cientos de ojos. Pertenecen a las decenas de científicos representados en los medallones y estatuas del Paraninfo. Son, mucho antes de que Einstein echara por tierra, con su aire desaliñado, la imagen del científico circunspecto, el mejor ejemplo del ‘evangelio’ científico del siglo XIX. En esta gran ‘orla’ académica aparecen, por méritos propios, los primeros de la 'clase'. Empezando por clásicos como Euclides o Galeno, arquetipo del médico grecorromano. Y, avanzando en el tiempo, con figuras consagradas como Newton o Kepler. Hasta llegar a los más cercanos cronológicamente, como Faraday o Liebig, descubridor del cloroformo en 1831. Pasando, cómo no, por los españoles. Entre estos, encontramos justamente homenajeados a los hispano-árabes, responsables de nuestra supremacía científica en la Edad Media, gracias a figuras como Abulegasis, médico personal de Abderramán III. Entre los aragoneses, destacan Mariano Lagasca, director del Jardín Botánico de Madrid, junto a otros como el farmacéutico de Samper de Calanda Francisco de Loscos.


El papel de eternos ‘guardianes’ de la clase recae en los cuatro sabios del antiguo distrito universitario de Zaragoza: Andrés Piquer, Miguel Servet, Jordán de Asso y el riojano Fausto Elhuyar. Y, entre el amplio repertorio de barbas, patillas victorianas y bigotes más o menos poblados, tan solo una mujer: la diosa Minerva. Nos recuerda que, en una época en la que la joven Marie Curie estaba a punto de empezar a mancharse las manos de uranio, la ciencia era ‘cosa de hombres’.