Poner el grito en el cielo al ver a los críos subirse a los árboles o trepar y escalar por los lugares más insólitos no es buena idea. Según Mariana Brussoni, del Hospital para Niños de la Universidad de British Columbia (EE. UU.), los juegos arriesgados al aire libre fomentan las interacciones sociales, la creatividad y la capacidad de adaptarse a todo tipo de situaciones. Y favorecen que, al crecer, se desarrollen estilos de vida activos y saludables. De ahí que los científicos aplaudan esos nuevos parques infantiles que, junto a los clásicos columpios y toboganes, incorporan estructuras verticales que invitan a trepar, saltar y explorar. "Los niños aprenden sobre el riesgo y conocen sus propios límites", afirma Brussoni.

Y después de una jornada de brincos y escalada en el parque, nada mejor que aburrirse un rato. Entre otras cosas porque aburrirse estimula la creatividad y la imaginación, que de otro modo difícilmente se desarrollan. Es más, la ciencia ha llegado a la conclusión de que dispersarse y quedarse mirando las musarañas puede hacernos más inteligentes. Dejar vagar la mente cuando desarrollamos una tarea implica la activación de una gigantesca red de neuronas del cerebro, mucho más amplia que la que se activa mientras estamos concentrados. Y esos cruces de información en la sesera "pueden aumentar nuestra capacidad cognitiva, y no solo nuestra creatividad", concluía en ‘PNAS’ Moshe Bar, investigador de la Universidad de Bar Ilan en Israel. A la vista de estos datos, no estaría mal que entre los sermones habituales de los padres a los niños empezásemos a escuchar: "Hijo, venga, hazme caso y abúrrete un poco de vez en cuando, que te lo digo por tu bien...".