Un día de permiso

Colgó el teléfono. Enfrentó las miradas de incomprensión de los rostros pálidos, entre irritados y divertidos. Luego una gymkana de no-lugares, sobrevolar el Pirineo, atravesar a toda velocidad -y después, claro, mucho más despacio- polvo, niebla, viento y sol. Abrazos, besos, estás bien, gracias por venir, cómo no.

Con el féretro de su abuelo al hombro, pensó en esa vida casi ajena y en esos niños casi rubios que quizá un día visitaran la casa que se veía a lo lejos (qué vieja, papá, qué aburrimiento, vámonos a otro sitio), pero difícilmente encontrarían el puente de sangre entre los muebles desvencijados. Que cuando oyeran hablar de trabajo infantil pensarían en niños negritos en países muy muy pobres y lejanos, pero nunca en un abuelo y unas ovejas.

Asistió en silencio al ritual anacrónico e irremplazable, bajó la cabeza ante unos ojos resignados (pues cuando pueda, yaya, en unos meses), envidió sin demasiado convencimiento a los que se quedaron, cogió la maleta y volvió a casa.

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