Los Puentes de Piedra

Por el mismo destino que a ella le otorgó vivir en Zaragoza y a mí en Logroño, nos encontramos. Concertamos una cita en Zaragoza; nos sentamos en un banco, junto al río, a esa prudente distancia que pactan dos desconocidos. El cierzo agitaba las flácidas ramas del sauce llorón que acechaba nuestras cabezas. Algo mágico provocó que nuestras miradas se imitaran como a través de un espejo, y nuestros labios se acercaron lentamente impidiendo que nada más se reflejara. Aquel beso lo cambió todo. Perduró durante años, hasta el día de su muerte. Posé sus cenizas sobre las aguas cercanas al Puente de Piedra. El dolor me devolvió a mi tierra.

Dejé por escrito que arrojaran mis cenizas desde el Puente de Piedra de Logroño, y así lo hicieron. Viajé impaciente por las aguas de un río que me resultó infinito. Llegué al puente. Allí estaba ella. Me convenció de que la espera había sido oportuna, y juntos iniciamos nuestro viaje entre las aguas del río eterno.

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