La bella Dorotea

La compañía le ruega que, si no tiene inconveniente, se acomode usted en el patio de butacas_ me susurró el acomodador de la segunda galería mientras se apagaban las luces de la sala y subía el telón.

Era una fría noche de noviembre y yo había acudido al Teatro Principal de Zaragoza a presenciar “La Bella Dorotea”, de Miguel Mihura. Mi precaria economía de estudiante solo me permitía comprar las entradas al encargado de la claque, pero en aquella ocasión la escasez de espectadores, unos veinte en todo el teatro, indujo a la compañía de María Fernanda D´Ocón a agruparnos en las primeras filas del patio de butacas.

Fue una velada inolvidable. Desde mi butaca vi llorar a Dorotea cuando, ya vestida de novia, recibe un mensaje del novio diciendo que se arrepiente, que no va a ir a la iglesia.

Cuando bajó el telón, y mientras los cuatro gatos que allí estábamos aplaudíamos entusiasmados, comprendí por qué Marcelino Unceta pintó una alegoría a la inmortalidad. La inmortalidad del teatro.

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