Un precioso amanecer

Todavía es temprano. Los rayos de sol apenas son destellos que permean a través de las rocas en las montañas; y que descienden hacia el valle con pies de plomo, como si temiesen encontrarse con algo desconocido, en el cauce de agua en el que más tarde se han de reflejar. Argos está más movido de lo habitual. Sabe que el sábado su dueño dispone de más tiempo para él, por lo que corretea moviendo el rabo, mojando su hocico en el agua, y adentrándose en las junglas de tamarices, que a las orillas del Ebro crecen ajenas a la historia que las rodea.

Unos diez metros más adelante, veo que se detiene. Me mira. Saca la lengua. Gira la cabeza nuevamente hacía el rio… y sonríe. Avanzo varios pasos y descubro su sonrisa enfrentada con la de un pescador, que al otro lado tiende sus cañas. Al verlo yo también sonrío. No hay nada de lujo, glamur ni exclusividad en esta estampa. Tan solo dos personas y un animal haciendo lo que más les gusta. Tres sonrisas y el cauce de un rio, que fluye a ellos indiferente y eterno.

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