Palimpsesto

Hace cuatro meses que Valeria cruzó el océano soñando con un futuro mejor. Ahora se hacía llamar Rubí y a diario la admiraba a escondidas en el Gran Café, donde brillaba con luz propia entre recuerdos orfebres y manillas ginebrinas.


A las ocho de aquella lluviosa tarde, cuando Rubí volvía a ser Valeria de camino a casa, le ofrecí compartir el paseo bajo mi paraguas. “Vos sos Marcos, mesa del fondo a la izquierda. ¿Querés tomar algo que no sea café?”, bromeó con una luminosa sonrisa. “Por supuesto”, me carcajeé mientras avanzábamos por la calle Alfonso hacia El Coso.


Caminamos y caminamos hasta retroceder en el tiempo. Me sentía tan a gusto con ella que me sentía adolescente, aquel tiempo en que todo parecía más sencillo, los días brillaban más y las distancias, aunque no hubiera tranvía, parecían más cortas.


Hace seis meses que volví a orillas del Ebro dispuesto a terminar mi novela o suicidarme. Fuera sigue lloviendo y yo continúo escribiendo.


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