Huida

Aquella fría madrugada, la niebla lo envolvía todo reduciendo las luces de las farolas a pequeñas manchas de luz que intentaban sobreponerse al gélido manto que engullía las calles de Zaragoza. Doblé la esquina y dos vagabundos discutían por unos cartones en el paseo de la Independencia, que, durante el día había sido testigo del incesante trasiego de la gente, su bullicio, su ordenado descontrol. Rompían la calma reinante, me alejé de ellos.


Podía escuchar mis pasos, me gustaba, me hacía sentir todavía parte de este mundo. Andaba camuflado en la densa humedad. Allí nadie podría encontrarme. Tan solo los recuerdos eran capaces de apartar la niebla expresándose como nítidas fotografías de un pasado doloroso, como espectros de lo que ya me parecía otro mundo, otra vida. Bebí un trago, metí la petaca de bourbon en el bolsillo interior de mi abrigo y seguí caminando, escuchando mis pasos, uno tras otro. Esa noche caminé sin rumbo, hasta que los fantasmas del pasado se cansaron de seguirme.