El regreso

Retorné a Zaragoza cuando ya no tenía nada que perder. En la estación del ave, el cielo parecía roto como el día de mi huida. Recorrí el casco antiguo y sentí que la vida me daba otra oportunidad. Las murallas romanas, testigos de mi primer beso, seguían erguidas. Me emocioné al contemplar la Lonja, el Palacio de la Alfajería y reí como un niño cuando mi madre apareció y me tomó de la mano. La Pilarica no me reprochó mi abandono cuando no me concedió el amor de Elisa. Si Goya la hubiese conocido la hubiese inmortalizado en un cuadro. En el puente de Piedra me detuve, allí rechazó el anillo que supongo seguirá en el fondo del río. Di la vuelta y recorrí la nueva Zaragoza. El Puente del Tercer Milenio, el Acuario, el Pabellón sobre el Ebro y otros tantos monumentos, enredaron en mi cabeza tantas emociones como años llevaba sobre mis huesos. No sé cuantas vueltas di, quizás, no quería hacerlo pero llegué al cementerio a la hora señalada. Cuando las campanas despidieron al amor de mi vida sentí que había perdido algo más. Aquel día me di cuenta que a mi enfermiza edad había perdido a mis dos amores, a Elisa y a Zaragoza.



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