Laberinto de tentaciones

La joven cubría con su cuerpo un fragmento del suelo bajo ella. Sus brazos querían imitar un par de alas: pálidos y con gracia, estirados entre la suciedad necesaria de las calles de Aragón. Sus mejillas aún rosadas reflejaban la ironía del misterio entre la vida y la muerte, pues el carmesí que parecían orgullosas de mostrar era del mismo origen que aquel viscoso elixir que caía sin ningún tipo de pudor del costado femenino; como si tratase de huir de su inminente destino.

Y a su lado, el autor de aquel crimen imperdonable yacía vacío de sentimiento, como si fuese tan simple. Porque no era el portador quien cometía el crimen, sino el arma manipuladora del poder por engendrar la tentación.

El segundo sería quien estuviese allí, listo para afrontar aquello por lo que no sentía arrepentimiento alguno. Y el primero a nombrar ya habría atravesado mares, océanos, y quizás otros corazones buscando la salida fuera de aquel laberinto del terror creado por nadie más que sí mismo.


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