El encuentro

Al bajar al anden no pude evitar sentir como mi garganta se oprimía, como a mis ojos asomaban incontrolables brillos, que me esforcé por no convertir en lágrimas, observaba todo desde una perspectiva nublada y escuchaba el constante replique de las ruedas de las maletas que sonaban casi al unísono mientras deprisa todos los que de aquel tren descendimos caminábamos, dispuestos a alcanzar la escalinata que nos llevaría a abrazar a nuestros seres queridos, que desde arriba observaban nuestra llegada también con los ojos nublados.


Paré un instante y cerré los ojos y de repente el silencio se rompió por un sonido más fuerte que el repiqueteo de las maletas, un silencio roto por unos lejanos, sonoros y potentes tambores que me daban la bienvenida a Zaragoza, eran las 23:00 horas y yo llegaba en el último AVE Madrid-Zaragoza la noche de miércoles Santo, una de las más hermosas en Zaragoza, esa en la que en la plaza más emblemática de la ciudad se encuentran madre e hijo, Jesús Camino del Calvario y La Virgen de los Dolores y las cofradías que portan sus pasos tocan y se contestan en un retumbar de bombos y tambores que estremece hasta las catacumbas de esta Muy Noble, Muy Leal, Siempre Heroica e Inmortal Ciudad de Zaragoza. Olía a incienso y escuchaba el tronar de los tambores, por fin estaba en casa.


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