Flores Lánguidas

Llovía con desproporcionada intensidad… a cántaros –gritaban algunos transeúntes–, que corrían despavoridos en cualquier dirección para refugiarse del tremendo aguacero, muy propio de las tormentas de verano. Iban paseando sin importarles las inclemencias meteorológicas por la calle Alfonso, camino del majestuoso Pilar y, ella intentaba en medio de la humedad reinante, encender el mechero para darle fuego al cigarrillo que se estremecía entre sus labios mojados. El la miró, rozó su mejilla con los nudillos e inmediatamente agarró su mano. Temblaba, temía perderla y por ello se aferraba como un náufrago a su islote. Ella hizo una mueca alentadora y le susurró al oído: “Las flores hay que regarlas todos los días, sino se marchitan, y yo me he marchitado…” El se quedó paralizado y sin capacidad de respuesta, a la vez que ella, se esfumó desapareciendo entre la bruma y la lluvia que bañaba sus caras.


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