El objeto perdido

La joven lloraba desconsolada. Aquellas fiestas habían sido, como siempre, inolvidables. Huevos con jamón, amigos, danzantes, charangas, peñas y buen humor.


“¿Seré tonta?” Rabia, tristeza y vacío. No se sentía así desde los últimos días del verano pasado. En su pueblo, cerca del Monasterio de Piedra. Cuando lanzó el último de los últimos quinientos besos a Mikel.


Trataba de agarrarse a los recuerdos, a las historias vividas con ese pequeño objeto que acababa de extraviar: las fiestas del barrio, los festivales del Pirineo o el primer viaje al extranjero; la sonrisa de mamá en la escuela entretanto papá se borraba, con disimulo, una lágrima; su primera vez encima de un escenario; las bocas abiertas de sus amigos mientras bailaba a la Virgen, en la plaza, con orgullo, el día de Aragón.


Seguía sollozando y se le acercó un amigo: “Raquel, no te des mal, sólo eran unas castañuelas”. Raquel le miró con extrañeza, él no podía comprender que eran sus primeras castañuelas, las de la abuela.