Sala Oasis

Me trasladaban a Zaragoza, de cuyas noches mágicas me habían hablado, y me agradó la idea. Además iba a reencontrarme con alguno de mis antiguos compañeros en el Lozano Blesa. Las primeras semanas fueron agotadoras, así que cuando Marta y Nuria me propusieron un tapeo por el casco viejo y terminar la noche bailando, dudé. Al final me convencieron. No había salido mucho últimamente y necesitaba un garbeo.


Acabamos en la sala Oasis y enseguida reparé en el hombre de pelo rizado, de unos 30 años, americana negra de punto y pantalones vaqueros. Ya lo había visto antes, no cabía duda y aunque había bebido alguna copa, podía recordar perfectamente la forma arqueada de sus cejas, el marcado hoyo en su mentón y hasta la cicatriz en el pómulo izquierdo. Era buena fisonomista y no olvidaba fácilmente un rostro, y menos cuando unos días antes le había hecho la autopsia. Por eso, cuando con una sonrisa me invitó a bailar, ofreciéndome una copa, no supe qué decir.