Pasajero

Ayer presencié un milagro. Subí al veintiuno, empapado por la lluvia pese a llevar paraguas, y con el autobús lleno hasta los topes. Tenía que ir a la Puerta del Carmen. Un día más. ¿Qué era de esperar? Murmullo, jaleo, marujas comentando que en abril aguas mil, jóvenes con auriculares que no te impiden oír su música aunque estés cinco filas más allá, el bebé que llora, la madre que regaña al hijo, alguien que comenta la de rato que tarda ahora con lo del tranvía. Lo normal.


Pero no, no era normal. ¿Habéis ido en algún autobús con mucha gente y todos en silencio? No era un silencio cualquiera, de esos que pasan cuando nadie habla, no. Era un silencio que inundaba y atrapaba todo, que te atraía, que te hacía mirar al de enfrente y sonreir, como si le conocieras. Éramos personajes de un teatro sin saberlo, cómplices de repente con los demás. Era armonía. No sé muy bien qué sucedió, pero estuve a punto de llorar. No me hagáis caso, quizás era yo. Pero no quiero salir nunca de ese autobús.