Reconocerse

Sucedió una tarde de domingo en el Paseo Independencia. Al principio no la reconocí pero me resultaba familiar y la seguí, observándola tras las columnas de los porches.


Era ella, empujaba un carrito de bebé, un segundo niño caminaba a su lado. Amanda, la antigua camarera del Devizio, sueño húmedo de mi primera adolescencia. La diferencia de edad entre nosotros era poca, no más de un par de años pero en esas edades constituía una diferencia insalvable, además su condición de camarera la hacía totalmente inaccesible a mis anhelos.


Sus ropas amplias no me permitían ver el estado de su figura, sí pude ver, con tristeza, que los pechos le colgaban ahora fláccidos, mancillados doblemente por la maternidad. Su cara tenía una mueca de hastío, de cansancio, sus ojos estaban rodeados de arrugas y aparentaba más de los cuarenta que debía tener. Me miró y no me reconoció.


Al irse me miré en el reflejo de un escaparate, tampoco yo pude reconocer al señor de cara triste que me devolvía la mirada.