Sequía

Ya no podía más. Estaba atardeciendo, y con un postrer esfuerzo dio los últimos golpes con la hoz para segar aquellos tallos raquíticos de trigo. Se volvió un instante para evaluar lo que había recogido; poco era, pues la Providencia los había castigado una vez más sin lluvia. Maldita tierra aquélla, en medio de Los Monegros, donde nunca llovía y hasta el agua de boca era escasa. Ya era muy tarde y no daba tiempo para cargar y acarrear, pero no importaba; el bancal estaba a sólo media hora de carro. Ya lo harían mañana de madrugada; llevarían la parva a la era y trillarían durante todo el día aguantando el despiadado sol de agosto.


Había empleado una talega de seis arrobas con simiente; se conformaba con sacar lo justo para aguantar hasta el año próximo, pero según iba aventado se le iba poniendo un nudo en la garganta. Cuando, junto con su esposa, no pudieron llenar un costal, se miraron a los ojos, mientras las lágrimas mojaban el reseco suelo de la era. Iban a pasar hambre.


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