La estrella de Oriente

El viejo, sentado en el banco de la plaza del Pilar, sintió solamente una crepitación metálica que llegó al núcleo de sus intestinos. La luz cambió y un soplo, una bocanada amarilla, recorrió la plaza. El niño que le enseñaba la pelota se quedó quieto, como asombrado. La pelota roja seguía entre sus manitas, cubierta por una capa de ceniza. Intentó alargar hacia él el brazo pero no pudo. Una paloma, pelota negra de plumas, rebotó a su lado cayendo del cielo con un ruido sordo en medio del silencio. Aquí y allí cayeron otros pájaros. Vió venir la ola blanca y supo que todo había acabado.


Pensó en ella y se dijo que estaría en la cocina, tumbada sobre las patatas que pelaba o tirada en el suelo. Una línea larga cruzó la ceniza de su mejilla, haciendo un camino hacia sus labios que intentaban pronunciar su nombre, supo que nunca más la podría abrazar. Pasó el aullido blanco que dejó los cuerpos muertos esparcidos, mientras la carcasa de lo que fue la ciudad quedaba irónicamente en pie. Luego vino la oscuridad.