Destino: el Paraiso

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Cuando entré en ese avión, inmediatamente sabía que algo no iría bien. No tanto por el hecho de volar por 6 euros – que corresponden a 100 metros de gasolina en coche – en una compañia Low-cost, si no por ese sexto sentido que casi todos tenemos y que te advierte de que algo que no preveés va a pasar, aunque casi nadie le haga caso.

Me llamo Carlos y hoy voy a morir.

Sentado en mi cómodo asiento – obviamente quien ha viajado así, sabe que es ironía - miro por la ventanilla mientras las azafatas recorren el avión contando las personas que hay y mirando hacia ese sitio tan sensible para comprobar si llevamos abrochado el cinturón de seguridad. Afuera la tarde es perfecta, 20 grados y un sol de justicia que hace ver que el verano está cerca. Dentro, una sauna perfectamente organizada para que en una hora y media de vuelo tengas que consumir al menos un botellín de agua a un precio muy elevado.

Después de ajustar el chorro de aire directamente hacia mi cabeza, echo un vistazo al resto de viajeros: El típico grupo de amigos que se van al extranjero a divertirse – y quien dice divertirse, dice beber y gritar, las típicas personas solas que van a encontrarse con sus parejas que viven lejanas, la típica familia que se van de viaje y acaban más pendientes de los niños que de los sitios para ver y luego gente como yo, que no tiene nada mejor que hacer y se va de viaje solo por hacer algo diferente y conocer culturas diferentes.

Excepto en este viaje.

Una vez pasado el momento “aprender idiomas con el comandante de vuelo y las azafatas”, empieza el despegue del avión, con tanto de movimientos bruscos y lloros de niños – y no tan niños – por el miedo.

Pasados los momentos iniciales, todo se estabiliza y empiezan las mil promociones y paseos de las afazatas, los niños correteando y gente que va al baño no se sabe si por necesidad o por curiosidad de saber como es un baño de avión. Desde el aire,la vista de Zaragoza y el serpentear del rio Ebro marcaba nuestro recorrido, mientras al fondo los Pirineos, altos y amenazantes, como controlando todo lo que sucede en Aragón, muestran que la nieve se ha casi derritido y que el verano está aquí.

A mi lado una de las dos chicas – que fortuna la mía – en un idioma extranjero que me suena a suajili, comenta a la otra algo indicando hacia la ventanilla, como señalando directamente al Aneto, que majestuosamente domina sobre el resto de gigantes. Al pensar esto, me giro hacia ellas y les transmito una sonrisa como a decir “lo sé que os gusta, a todos nos impresiona siempre” y ellas me devuelven la sonrisa cordialmente mientras vuelven a una conversación que ya no podría descifrar sin ninguna ayuda.

Mi plan es simple, he decidido morir en un avión porque no quiero ser como el resto. Tirarme de un puente, de una azotea, hacerme atropellar... no va conmigo. Si tengo que poner fin a mi vida, que sea de manera casi cinematográfica. “Viaje de ida a la muerte” se podría llamar, si fuera una película, pero no... es la realidad y me encuentro ante mis últimos instantes.

En el pasillo un niño de los que estaban correndo se ha quedado mirándo hacia la ventanilla como hipnotizado. En ese momento el avión estaba girando hacia nuestro lado y la vista que permitía era maravillosa, con un sol medio caido por encima de las montañas como a querer iluminar ese paisaje.

Cuando el niño vuelve en si, me mira fijamente y con esa capacidad que solo tienen los niños me dice que no ha estado nunca allí, pero que quiere ir algún día para subir a lo más alto de las montañas y saludar a los aviones. Después como si nada, pasa por delante de las piernas de las chicas, se pone enfrente de mi y mirándome con esos ojos como platos me pregunta si yo ya he estado.

Con una sonrisa en la boca le respondo que todavía no, pero que también quiero ir para poder saludar a los aviones y ver Aragón entera desde las alturas.

El niño me sonríe y sin decir nada se marcha – no sin antes pisar el pie de una de las chicas que mientras nos observaban como si fueramos animales del zoo – para continuar su juego de correr con otro niño que le esperaba impaciente.

Es increible el poder de un niño de apenas 8 años para cambiar el animo de una persona. Un simple gesto, ver la pasión con la que expresaba su deseo de subir allí arriba, me ha hecho pensar que quizás no todo esté perdido - el mundo seguirá siendo el que es, los problemas seguirán siendo igual de malos - pero al menos hasta haber agotado todo lo bonito, no me pienso dar por vencido.

Lo he tenido siempre ahí, lo he visto en documentales y periódicos, pero nunca le había dado la importancia que tenía. Necesito subir ahí para contemplar mi futuro y gritar alto, muy alto, para abandonar mis penas y lanzarlas al vacio.

No veo la hora de llegar al destino para coger el primer avión de vuelta a casa y empezar una nueva vida.

Carlos Martín Araiz