Brave heart

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Se llamaba Rosa y durante treinta años, fue mi amiga. Un gran carácter, una gran sonrisa y una mala leche que te enternecía, de puro directa y sin rebordes.

Le gustaba protestar. Nunca se rendía. Peleona, fiera y cariñosa a partes iguales. Se enamoró de un maño y cambió su Madrid por Zaragoza. Se quejaba de los inviernos junto al Ebro. Pero aprendió a amar la ciudad como si fuera suya.

Tardábamos en vernos y cuando lo hacíamos, retomábamos el punto exacto en donde nos quedamos la última vez. La última vez.

La conocí en un viaje. Yo era guía y las dos teníamos 20 años. Le pedí que cediera su asiento a una señora que se mareaba. Me miró con ese gesto suyo de “no te paso ni ésta”, pero accedió. Si protestar. Luego, descubrimos que podíamos ser amigas y yo, el enorme corazón agazapado en ese cuerpo tan delgado.

Y después, el tiempo. Dos hijas ella y otras dos yo. Un marido ella y dos maridos yo. Siempre me tomaba el pelo con esto. Algunas visitas espaciadas en el tiempo, que convertían cada encuentro en una fiesta. Y cada vez, el mismo cariño. Sin grietas. La amistad perfecta que permanece inalterable en tu alma.

Rosa, yo se que tu sabes que yo se, que la próxima vez que nos encontremos, será como siempre.

Guárdame tu sonrisa. Tu abrazo. Tus ganas de pelea. Donde estés. Como si no hubieran pasado los años. Sin espacios en blanco. Con el blando peso de dos corazones que hemos sostenido a cuatro manos.


Eva Cobo