Una noche en los Pirineos

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Caí rendida cerca del ibón, el sonido de la cadencia del agua y el cansancio, conseguían a mi pesar, que me amodorrase. Traté de beber un poco de agua antes de rendirme al sueño. Sentía el silencio del bosque, intensificado por la soledad. Alrededor del pequeño lago, solo me acompañaban unos árboles, ya que habían ido escaseando a medida que me acercaba a la cumbre. Hacía más de cinco horas que no me cruzaba con nadie.


Me acuclillé en el manantial, pero al hundir mis manos en el fría agua, uno de los peces me mordió un dedo. El dolor fue profundo, como el que causa una jeringuilla y más doloroso. Me retorcí sobre mí, mientras veía la sangre empapar por completo todos los dedos. Oí una voz inhumana gritando aguda a mi oído, me giré, sobre mi hombro una libélula con cara de ¿mujer? Me abrió la boca llena de colmillos como agujas y me desmayé dentro del agua helada.


Desperté en la orilla, los dientes me restañaban bajo los labios amoratados. Recordé la visión antes de caerme. Había oído hablar de las hadas oscenses de la Basa de la Mora en la noche de San Juan, pero era imposible. No son reales. Con miedo volví a mirar despacio todo mi cuerpo en busca de la extraña criatura. El frío era acuciante, debía entrar en calor. Primero me desnudé, arrojé la ropa lejos, sin dejar de vigilar. A medida que me desnudaba me sentía más vulnerable.

Los tiritones eran más bruscos y seguidos. Y en ese momento, volvía verla. A ella. A la muchacha halada. No tenía ni un solo pelo de cabeza a los pies, ni cejas ni vello, estaba desnuda, era amarillenta pero bellísima. Sentí como el corazón se aceleraba, en parte por el miedo a morir de frío y en parte por estar alucinando. Si no me calmaba pronto, podría sufrir un shock.


Caminé de espaldas, sin perder de vista a esa bicheja voladora, y tomé el saco de dormir, para cubrirme rápidamente con él. Noté inmediatamente cómo entraba en calor por lo que salté para acelerar el proceso.


El hada volaba en círculo, se aproximaba a mí sin temor. Amezaba con sus dientes. Tal vez no fuera el pez el que atacó sino ella.


Estaba segura de que desvariaba, estaba exhausta y eso junto a la hipotermia, me habían hecho perder la cabeza. Me acurruqué. Cerré los ojos y me dormí, o tal vez perdí el conocimiento.


Me prometí no volver a escalar sola los Pirineos. Un mordisco diminuto me lo recordaría para siempre.


María José Nieto